
29 Mar La civilización está enferma
Por: Jorge Ramírez | Con la pandemia del coronavirus (COVID-19), se completa la constelación de las desgracias humanas en los tiempos que vivimos.
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Por: Ricardo Sánchez Ángel / Profesor emérito, Universidad Nacional. Profesor titular, Universidad Libre
Publicado en: Un Pasquín |
Con la pandemia del coronavirus (COVID-19), se completa la constelación de las desgracias humanas en los tiempos que vivimos: el hambre, la desolación, las enfermedades de multitudes, como el dengue, el cáncer, el sida, la malaria, la tuberculosis y tantas otras. Y le siguen las guerras, el racismo, el sexismo, el abandono, el miedo, la humillación, la explotación, la destrucción de la natura. Y el inventario no termina.
Es la civilización la que está enferma, en crisis generalizada, donde lo económico, lo social, lo político, lo familiar, lo cultural exhiben sus miserias en forma múltiple, con rostros y muecas de horror y de terror, cuando los maquillajes se diluyen.
Todos los países y continentes, de manera desigual y combinada, viven esta crisis de civilización. La pandemia actual es la más vistosa y nueva. El poder mediático la ha informado y manipulado, haciendo de ella la enfermedad–espectáculo, y llegando hasta el paroxismo de presentarla como causa de nuestras desgracias. La pandemia, no obstante, es consecuencia de acontecimientos en el genoma humano, una zoonosis, aunque articulada al tipo de organización de la sociedad y la cultura en el capitalismo tardío. Es una consecuencia y tiene una historia.
LAS PANDEMIAS NO SON UNA MALDICIÓN DIVINA CAUSADA POR EL MAL COMPORTAMIENTO HUMANO, COMO LO SEÑALAN LOS CURAS EN DISTINTOS MOMENTOS.
Las pandemias no son una maldición divina causada por el mal comportamiento humano, como lo señalan los curas en distintos momentos. En tiempos del emperador Justiniano (541–542 d.C.), una pandemia mató entre treinta y cincuenta millones. La mayor pandemia de peste negra se dio en Europa, entre 1346 y 1356, moldeando la existencia y la consciencia del mundo. Fue una gran mortandad: de ochenta millones de habitantes, solo sobrevivieron treinta. La conquista de América Latina diezmó la población nativa, producto de las enfermedades que trajeron los dominadores.
Son distintas las enfermedades de gran alcance. Se destaca la gripa española (1918–1919), en la cual hubo entre cuarenta y cincuenta millones de muertos, muchos más que los diez millones de la Primera Guerra Mundial. Fue una pandemia que infectó a quinientos millones (el 27% de la población planetaria).
Sabemos que las enfermedades son inevitables en el ciclo de la vida y que pueden ser curables por las medicinas que la ciencia ha ido perfeccionando. Pero también sabemos que pueden ser prevenidas, disminuidas, evitadas en buena parte. En efecto, el ciclo de la vida se puede prolongar hasta que se cumpla naturalmente.
Así las cosas, las enfermedades son sociales y culturales, y las causas de esta índole pueden superarse. Las mayores causas de la enfermedad son el hambre, la desolación, la pobreza. El mundo padece de grandes desigualdades y concentra repugnantes privilegios. Las mayorías planetarias siguen siendo náufragas, desterradas, condenadas de la tierra y portadoras, por ende, de enfermedades.
Estas vienen a ser individuales y sociales al mismo tiempo, y su prevención y curación están contextualizadas en lo público-cultural, para que lo científico-médico tenga eficacia. De allí la necesidad de un sistema de salud solidario, planeado, de carácter social y público, que supere el esquema capitalista de salud-mercancía y de paciente-cliente. La salida tiene un fuerte componente científico-médico, pero tan bien biopolítico. Empieza por la reasignación de recursos que fortalezcan la salud y conciban la salud y la vida como principales, por adoptar una economía de emergencia que socialice la salud en toda la cadena productiva de comercio y servicios, por dictar medidas que favorezcan el abastecimiento, los ingresos y la seguridad de todos. Para ello, están las comunidades barriales, municipales, de ciudades y regiones, que deben protagonizar las decisiones, y el Estado en todos sus niveles, que debe estar al servicio de lo acordado. La solución es de todos, para todos, y no de caudillos, tecnócratas y mesías.
Los gobiernos y la política internacional, en casi todos los países, han dado muestras de improvisación, desidia e irresponsabilidad, colocando en primer lugar los intereses de los potentados ante el desplome de la economía. Han sido incapaces de coordinar un programa y lograr identidades de fondo ante la crisis en curso, mientras disfrazan la tremenda pugna entre las potencias por el mercado y la política mundial.